Cecilia Muñoz
Si me matan
El número es siete. Un siete cabalístico, la cifra de la perfección. Pero siete también son los pecados y, si nos permitimos el momento lúdico, siete fueron los crímenes que Tom Riddle, El que no debe ser nombrado, cometió para obtener la inmortalidad: siete asesinatos, el peor crimen que un ser humanos podría cometer, de acuerdo con la narración en la que se enmarca.
Siete son los feminicidios diarios que se cometen en el país, según las estadísticas oficiales. Lo que no se puede contar son las voces que se indignan y las que salen a la calle con temor de ser las siguientes en engrosar las estadísticas... O las que no necesitan ni salir de casa para contar los días en los que aún siguen vivas.
Morir es solo el último paso de una cadena de violencias. Algunas no están seguras ni dentro de sus casas ni en el recorrido a la escuela o al trabajo, y a veces ni en este último. Incluso, últimamente ni la escuela parece un sitio seguro.
Recuerdo un día que acudí a la Facultad de Administración de la Universidad Veracruzana ataviada en una falda asimétrica, más corta por delante que por detrás. Entré por la Facultad de Matemáticas, acompañada de mi suegra, pero ni su presencia me salvó de los gritos y aullidos de quienes entonces eran mis compañeros universitarios.
Este pequeño e incómodo episodio de mi vida universitaria no es desconocido para muchas unamitas que transitan por la Facultad de Ingeniería a diario, donde son acosadas por sus propios compañeros de carrera. Y la semana pasada resultó que ésta, además, fue escenario de un feminicido.
Lesby Berlín Orozco Martínez fue encontrada sin vida, atada a una caseta de teléfono, al interior de la UNAM. Un hecho de semejante magnitud definitivamente representaba un reto para las autoridades de justicia y las universitarias, quienes seguramente sabían que debían comunicar la sensación de seguridad dentro del campus para contener las protestas que surgirían en un país harto de la violencia contra las mujeres.
Una reacción natural ante las cosas malas que les pasan a los demás es examinar sus acciones para evitar repetirlas. Así pensamos que si no salimos de noche, que si no frecuentamos ciertos sitios, que si no vamos a ciertas colonias o que si no nos juntamos con cierta gente, nuestra seguridad y vidas están garantizadas. Bajo esta lógica actuó la PGJ para justificar el asesinato de Lesby, al tuitear que ésta era alcohólica, no era universitaria, debía materias, vivía con su novio y había tenido problema con éste horas antes. En pocas palabras: no se preocupen, era mala, era inmoral, se lo merecía.
Peor no pudo proceder la PGJ y los efectos fueron inmediatos. Ante la marcha y el vandalismo que ocurrió el viernes en Ciudad Universitaria, no faltó quien se rasgara las vestiduras por las pobres instalaciones de la UNAM o quien señalara la inutilidad de la manifestación, pues Lesby, de acuerdo con la PGJ y a pesar de que su madre ya ha desmentido la versión que dio a conocer, no era un miembro “respetable” de la sociedad. La PGJ convenció a muchos y muchos lo repitieron: ella era deleznable, su muerte no tiene importancia, su muerte era, incluso, benéfica.
¿Esa es la justicia que nos gobierna? ¿La que se salva a sí misma manchando la reputación del muerto?
Como resultado de la infame comunicación de la PGJ, surgió en Twitter, y hasta pasó a Facebook –la comunidad ya no se logra sólo en la plaza del pueblo– el hashtag #SiMeMatan, un ejercicio de reflexión macabro: ¿qué dirán de mí si me matan para justificarlo, para que la indignación sea contenida, para que mi familia se quede sola al momento de pedir justicia? ¿Cuáles fueron las pequeñas faltas a la feminidad y a la moralidad que cometí que podrían justificar mi asesinato?
Ocurre que siempre habrá un resquicio donde la justificación encontrará sitio: los paseos solitarios, los vestidos, las peleas, las veces que enfrentamos a quienes nos violentaron, las salidas nocturnas, nuestros pasatiempos, nuestra vida...
Y usted, ¿ya pensó qué dirían si la matan?