Cecilia Muñoz
I
Cuando lo veo, dudo. Es un hombre joven, más alto que yo. Pide dinero en el crucero y por su acento, deduzco que es inmigrante y que, por lo tanto, solo está de paso. Entre coche y coche da zancadas llenas de energía. Es su vitalidad lo que me hace notarlo y ponerme alerta: que no se me acerque, que no me diga “nada”, que no me diga “cosas”.
Pienso, incluso, en dar media vuelta y buscar otro camino, pero me rehúso inmediatamente a dar una vuelta innecesaria. Mi vacilación dura solo los segundos que tardo en cruzar la avenida, momento tenso en el que me supe observada por él.
Minutos después estoy de vuelta y es entonces cuando lo oigo: ¡Que tenga excelente día, hermosa señorita!”. Asombrada, volteo y lo descubro sonriéndome a unos metros, con la mano alzada y una sonrisa amplia. Extrañada, pero algo contagiada por ella, asiento y se la devuelvo cortésmente.
II
En cierta ocasión discutía con un galante caballero acerca de su obstinación por hacerle saber a cuanta viandante femenina que le pareciera agradable su opinión acerca de su belleza. Decía que no veía nada de malo en “alegrarle” el día a una mujer exclamando, sin venir a cuento en plena calle, un “¡guapa!” o “¡hermosa!”. Además, afirmaba que el factor sorpresa complementaba el regalo de su elogio. De acuerdo con él, acercarse a una desconocida para decirle: “Disculpa, ¿puedo decirte algo?”, no solo le quitaba romanticismo al acto, sino que además era ridículo. “Yo solo le pido permiso a mi novia antes de decirle algo”, confesaba.
En Del piropo al desencanto, Patricia Pérez Gaytán identifica la creencia generalizada de que las mujeres debemos estar siempre dispuestas a aceptar abordajes masculinos en lugares públicos, bajo el riesgo de parecer groseras o malagradecidas. O en otras palabras: estar siempre abiertas a entablar conversación, aceptar miradas o comentarios “halagadores”. Esta creencia justifica el acoso callejero en cualquiera de sus formas, así como las intromisiones de galanes como mi interlocutor que simplemente no entendía que una mujer pudiera no desear oír su elogio o que incluso le pareciera intrusivo.
Aún a muchos les cuesta entenderlo, pero es verdad: no solo no deseamos no oír comentarios de índole sexual –lo que la mayoría identifica como acoso callejero–, sino que tampoco tenemos necesidad de que nos informen cuán guapas nos encuentran, especialmente cuando lo hacen elevando la voz, cuando no gritando, lo que en el mejor de los casos sobresalta a la mujer en cuestión.
Ahora bien, a menudo cuando un hombre decide “piropear” con palabras supuestamente inocentes como “guapa”, “hermosa”, “preciosa”, etc., lo hace del modo más incómodo posible: el tono, sexual; la sonrisa, de burla; la mirada, maliciosa. Sus palabras son solo una parte del mensaje, el contenido extraverbal evidencia su verdadera intención.
III
Pero algo fue diferente con el joven migrante. Por un lado, entiendo que quizás pertenezca a esta tradición masculina que sigue asumiendo que para una mujer lo más importante es su apariencia y su positiva valoración ante los ojos masculinos. Sin embargo, el apelativo “señorita”, así como el trato de “usted”, me indicó que a pesar de lo anterior, él guardaba una distancia fundada en el respeto y la cordialidad. La expresión “¡que tenga buen día!” me hizo pensar que quizás me asumía como una ciudadana más, con ocupaciones varias, y no solo un ser-objeto útil para ser admirado o menospreciado en pos de la incomprensible satisfacción que provoca el acoso en el acosador callejero promedio. Su lenguaje corporal, por otra parte, fue franco y no amenazante.
¿Tenía yo acaso necesidad de escuchar el piropo de este desconocido? Definitivamente no. ¿Me sentí halagada? Realmente no… pero en una sociedad en donde el acoso callejero a menudo se disfraza de “elogio”, este chico esta vez sí me alegró el día; no porque su piropo resultara crucial para mi autopercepción, sino porque, por una vez, percibí respeto verdadero en sus palabras.
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