Por Sergio González Levet
…corrimos con todas nuestras fuerzas y logramos llegar ilesos al coche, mientras la muchedumbre saqueaba violentamente el centro comercial en cuya cafetería habíamos estado platicando el Gurú y yo.
Salimos de la zona de conflicto y el maestro me volvió a mostrar esa particularidad suya de que se repone de inmediato de cualquier zozobra. Ante un sobresalto, apenas deja pasar unos minutos cuando ya está tranquilo y como si nada le hubiera pasado.
Así que después de los comentarios obligados sobre el motivo de la rapiña extendida por muchos puntos del país, hecha por grupos de ciudadanos enardecidos ante la pésima situación económica, de la que culpan al Gobierno, el pensador retomó la plática que habíamos tenido que interrumpir tan sorpresivamente.
—Y volviendo al tema que teníamos en el café, te digo que en verdad muchas veces la congruencia queda relegada en el interés de un bien mayor. Terminaré de contarte la anécdota de mi padre para explicar mi afirmación.
Se acomodó en el asiento del vehículo, se quedó pensando en el horizonte y volvió a los buenos y no tan viejos tiempos de su infancia.
—Te digo que mi padre y mi bendita madre eran muy mal hablados, como buenos veracruzanos, si entendemos por “mal hablados” el hecho de que usaban muchas picardías en su discurso cotidiano, como es costumbre en el sureste mexicano. Eso no quiere decir que fueran personas violentas o groseras, pero a la buena gente de aquellas tierras le parecía un tanto agresivo el lenguaje que usaban. Y como los niños copian la forma de expresarse de sus padres, pues terminamos mi hermana y yo hablando en los mismos términos.
Imaginé a esos niños soltando vigas a la menor provocación, y el escándalo que seguramente producían sus palabras entre sus amiguitos y sobre todo entre las mamás de sus amiguitos, tan propias ellas…
—Pero mi padre, todo un especialista del lenguaje, se dio cuenta de que le estaba haciendo un daño educacional a sus hijos. Te pongo un ejemplo: él tenía la costumbre de referirse en términos muy veracruzanos a los transeúntes o conductores que se mal atravesaban en su camino, cuando manejaba su auto. “¡Pinche taxista, por poco y me pega al dar la vuelta!”, “¡Órale pendejo! ¿Cómo te atreves a cruzarte cuando está la luz verde del semáforo y voy pasando a toda velocidad?” Obviamente, estos reflujos de su emoción los decía en el interior del vehículo y sólo para nuestro consumo familiar, porque no era persona de pleitos. Ésa es la forma en que los jarochos procesan sus emociones. Y nosotros pronto empezamos a repetirlas, a hacerlas nuestras, y a decirlas frente a nuestros amigos. Ya imaginarás la fama que empezamos a tener en esa sociedad tan remisa y austera.
Aquí el filósofo hizo una pausa, esbozó una sonrisa que cruzó el tiempo hasta los primeros años de su vida, y terminó alegremente su historia.
—Así que mi padre, para hacernos un bien, tomó la decisión de pensar una cosa, pero decir otra. Y cuando un chofer le echaba el coche encima, en su mente discurría el mensaje: “Pinche taxista, eres una lacra”, pero exclamaba para nosotros: “Este distinguido caballero acaba de cometer un error”, con lo que quedábamos contentos su hígado y nuestro léxico.
Me miró divertido y mientras se bajaba de coche me dijo como despedida:
—¿Ya ves que a veces es bueno pensar una cosa, pero decir otra?
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