Sergio González Levet
Una hora de vida recuperada
(Año con año, desde que se instauró el domingo 3 de marzo de 1996, insisto en reproducir un texto para el inicio y otro para el final de la aplicación del horario de verano en México. No sé si finalmente yo seré más entecado que ambiciosos los que resultan beneficiados con esta medida, la que sostienen a capa y espada porque defienden sus intereses personales. Ya veremos algún día).
El próximo domingo 30 de octubre, una vez más –como ha sucedido año con año desde que el genialito Ernesto Zedillo tuvo otra de sus ocurrencias que nos afectaron para siempre–, los ciudadanos de este país –los insomnes, los madrugadores, los ensoñadores, y hasta los políticos, créalo o no– recuperaremos una hora de sueño, de descanso, de vida.
Seguramente, al igual que la mayoría en el país, usted se estuvo cayendo de sueño durante los pasados siete meses, porque alguien le robó 60 minutos a su tiempo de descanso, en virtud de que ciertos genios tecnócratas dicen que así ahorra energía el país y hasta los ciudadanos terminamos pagando menos por el servicio de la corriente eléctrica, que no ha de ser tan corriente porque nos sale a precio de oro, con o sin horario de verano.
Lo cierto es que después de 19 años de que se viene aplicando el cambio de horas durante más de la mitad del año, en el bolsillo de ningún ciudadano se percibe este “ahorro” y sí se han quejado cada día más habitantes de este sufrido país de que sus cuerpos y sus mentes se rebelan contra la modificación del tiempo de descanso y de trabajo.
De poco nos sirve en México ese adelanto, pues por nuestra posición dentro del trópico el cambio de horas de sol y penumbra es menos perceptible que en naciones norteñas como Estados Unidos y Canadá. Nuestro solsticio y nuestro equinoccio no son tan drásticos, y por eso en muchas partes de la República se tienen que levantar con la noche encima.
Ah, hay unos mexicanos afortunados: los sonorenses, que no sufren el horario de verano y se siguen tan campantes todo el año con su mismo tiempo, ése que tanto añoramos sobre todo en las mañanas y cuando tenemos que comer.
Los demás estamos fregados, andamos como zombis por la falta de cama y nos dormimos en el trabajo, en las reuniones, en el cine, frente al volante, durante siete meses del año.
Alguien ha llegado a reflexionar que la imposición de este horario es una medida para reducir la capacidad mental de la gente, de modo que no se ponga a pensar en lo mal que nos han gobernado unos y otros gobiernos, en la corrupción galopante, en la inseguridad, en los pendientes sociales.
Yo, entre sueños y meditaciones, como que sí lo creo, aunque tengo la esperanza de que la siguiente semana me desquitaré, porque voy a atrasar una rayita a la manecilla de mi reloj, y la vida me volverá a sonreír… a sus horas.
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