Por Sergio González Levet
El departamento donde vive el Gurú es amplio, y más se lo ve por la economía en el mobiliario. La frugalidad de su vivienda se contrapone con la riqueza de su pensamiento, siempre lleno en el aporte de ideas nuevas, que salen en palabras asobronadas a las que por su velocidad de emisión y por la profundidad de su contenido muchas veces cuesta trabajo seguir.
En la sala-comedor hay una pequeña mesa llena de sus herramientas de trabajo. Un lápiz, varias hojas de papel escritas por ambos lados, una pluma Mont Blanc perdida entre una cajetilla de cigarros delicados, un encendedor desechable, unos lentes para sol rotos, un cenicero minúsculo y repleto con cuatro colillas y ceniza en derrama componen el conjunto. Completa el espacio una laptop Mac Air, que es la parte más preciada de su breve patrimonio.
A la San Francisco de Asís, le gusta decir que desea poco y lo poco que desea lo desea poco.
Las ventanas están libres del aprisionamiento de cortinas o persianas, y en una de las recámaras podemos ver un box recostado contra la pared y un colchón tirado sobre el piso, vestido con sábanas impecables y una pequeña almohada.
Todo lo demás es espacio, aire, un lugar libre para que vuele el entendimiento, sólo aderezado con la música que sale de la computadora, que nunca deja de tocar cuando él está en su casa; selección estrambótica que muestra un extraño eclecticismo en el gusto, pues pasa de Beethoven a Café Tacuba, de Juan Gabriel a Bob Dylan, del rock –cualquier rock– a la cumbia, del son jarocho a la música balcánica. A veces se pone a cantar. Tiene una voz potente, timbrada, muy parecida en la pasión con la que canta –pero mejor ciertamente– a la de Marc Anthony, un artista salsero aunque a él no le atrae la salsa. Nada que ver.
—¿Te gusta la música? —me pregunta y se responde sin darme tiempo a decir nada:
—Tiene que gustarte. Sin ella la vida es incomprensible. O cuando menos, te pierdes uno de los grandes placeres del mundo, el de las notas maravillosamente acompasadas que se reciben por el oído, sólo comparable con la voz de la amada cuando despierta gozosa una mañana de domingo, llena de sol y de su sonrisa.
La música te hace más humano, un mucho ave, un poco cigarra. Te puede servir como un bastón o una muleta para andar por el camino a veces escarpado de los sentimientos. Una buena pieza te hace rememorar los mejores momentos de tu vida, te lo juro. Un buen ritmo, te pone a saltar los pies aunque no puedas dar dos pasos acompasados, como es mi caso. Bailo mal, lo reconozco. Tengo dos pies izquierdos, como dicen los gringos. Pero, a despecho, me divierto mucho bailando, porque no es mi propósito –ni podría– despertar admiraciones.
En ese momento ha empezado a sonar una pieza clásica. Me dice el maestro que es del músico mayor, Johann Sebastian Bach: la Tocata y Fuga en Sol Mayor, del libro del Clavecín bien temperado.
¿Tocata y fuga? Ummm, el título me ha traído pretexto para pedirle al pensador que borde sobre un tema que me trae interesado últimamente: la fuga como un recurso para solucionar todos nuestros problemas.
Pero eso lo leeremos mañana.
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