Cecilia Muñoz
Siempre me gustó la noche. Desde las ventanas de mi infancia, resguardada entre la claridad y la seguridad de los pestillos echados, la veía como la hora prometida, probablemente gracias a los relatos de Ambrose Bierce. Pasados unos años desde mis primeras lecturas del escritor norteamericano, ya no espero casas atestadas de fantasmas ni terribles visiones nocturnas, pero en cambio descubrí el placer de la oscuridad y soledad de una noche lluviosa.
Recuerdo con especial cariño una noche a mis 17 años: una llovizna pertinaz que caía sobre un bonito, pero ya inservible paraguas, mi gabardina negra cuya actual ubicación desconozco, y una asombrosa oleada de optimismo. Aquella memoria se mezcla con una más reciente: la lluvia xalapeña cayendo sobre mi nuevo paraguas y las calles del centro casi vacías. A mi derecha, faroles y luces de coches haciendo eco de las gotas de lluvia. Noche luminosa que me alegró. Noche luminosa que se me perdió cuando me preguntaron qué hacía solita a esas horas, que dónde estaba mi pareja para cuidarme. Eran las 8:00.
Leo en la revista Lepisma a Iván Partida (“Nostalgia por la noche”) rememorando los buenos tiempos en los que podía salir de noche por Xalapa sin miedo. “Desde el 2004 al 2008, todos los que vivíamos en esta ciudad caminábamos con tranquilidad, con asaltos ocasionales en ciertas zonas, pero nada fuera de control”. Pienso que, a pesar de todo, fue afortunado: durante ese periodo, al anochecer yo no salía de casa, sino que volvía puntualmente. Era demasiado joven y, por supuesto, demasiado mujer.
Cada vez soy menos joven, pero lo de mujer no se me quita. Me rodea el miedo, la percepción de ser demasiado vulnerable. Soy consciente de que aquellos que se preocupan por mí temen que me vuelva una historia del propio Ambrose Bierce: una desaparición sorpresiva e inexplicable, para retornar como una visión inalcanzable. El miedo no es infundado, como sabemos gracias a la prensa y los rumores dolorosos de aquellos a los que les arrebataron una hija, una hermana o una amiga.
Iván Partida continúa su texto reflexionando acerca de lo ocurrido en Madame, el pasado mayo, y sus implicaciones para los amantes de lo nocturno: “Supe que la noche ya no era nuestra, y me pregunté por cuánto tiempo seremos dueños del día”, finaliza. Una oleada de negatividad me invade y me pregunto si alguna vez he sido dueña de la noche o de mis días. ¿Acaso aquella vez que volví a casa con una orquesta de grillos siguiendo mis pasos? ¿No tenía incluso acaso esa vez el pendiente de caminar deprisa, no fuera a caer en un minuto equivocado? ¡Y ni hablar del día! Porque incluso de día he vivido más terrores que de noche.
Pero, ¿qué tan ingenua, atrevida o demente sonaré si confieso que el miedo ya no me cabe en los huesos? ¿Que no estoy dispuesta a abandonar mis pedazos de noches ni de días y que ante la perspectiva de un ataque sólo puedo mentalizarme a erguir la columna?
En Locas del coño, Ariadna Zamora (“Mi vida sin miedo: seremos legión”) confiesa que ha renunciado a sentir miedo. Porque sabe que como mujer, la noche no es momento seguro, pero también es consciente de que la seguridad es apenas una suma de afortunadas circunstancias: “Elijo no tener miedo. El truco no consiste en no sentirlo, sino en no estar dispuesta a que te domine […] coexisto con él y lo utilizo a mi favor para mantenerme alerta, pero no pienso volver a dejarme amedrentar”.
Como Ariadna, elijo renunciar a que el miedo me domine. Elijo no renunciar a la luminosidad de la lluvia a las 8:00 de la noche por miedo a caer en un abismo en mi camino al cajero…Lo elijo, a pesar de que en el fondo me gustaría conocer una noche que fuera, de nuevo, nuestra.