Pedro Salazar Ugarte
Columnista invitado
El papel de las cortes constitucionales ha cambiado con el tiempo. La razón es simple: como diría Dieter Nohlen, el contexto importa. No es lo mismo una corte en un Estado Legislativo que en un Estado Constitucional y tampoco lo es una corte durante un proceso de democratización que una corte para la consolidación democrática. Por lo mismo también los perfiles deseables de los jueces que integran a las cortes constitucionales van cambiando. Lo que importa, en cada momento y para cada caso, es que las cortes sean capaces de cumplir con su misión institucional e histórica.
En México, hoy, necesitamos una Suprema Corte que cumpla dos misiones estratégicas: edificar un Estado de derecho y generar una sociedad de derechos. Ambas tareas están pendientes y sin ellas el Estado Constitucional y Democrático al que aspiramos desde hace décadas seguirá siendo una entelequia. Así que necesitamos jueces constitucionales comprometidos y capaces de materializar esos retos.
Para lograr lo primero —edificar un Estado de derecho— es necesaria la independencia y la imparcialidad judiciales. Los jueces deben plantarle cara a los otros poderes y a los grandes intereses privados cuando unos u otros pretendan orientar o influir en sus decisiones. De ello dependen nuestras libertades y eso que llamamos igualdad ante la ley. Por eso algunas voces hemos clamado en estos días para que las personas que reemplacen a Olga Sánchez Cordero y a Juan Silva Meza en el Pleno de la SCJN sean autónomas de la política y del dinero.
El segundo desafío es más azaroso. Nuestra sociedad es una sociedad inicua, violenta, excluyente y desigual. Es triste pero así es. El reto es transformarla en su contrario. Para eso está la agenda de los derechos; que no es un manojo de buenas intenciones, sino un manual de navegación para salir de la indecencia y conquistar la civilidad. Es cierto que a los jueces no les toca trazar el rumbo pero sí evitar y sancionar las desviaciones. Por eso decimos que la Corte es el último bastión de la estabilidad institucional y la última instancia de garantía de nuestros derechos.
De ahí que no basta con garantizar que a la SCJN se incorporen jueces independientes sino que también es indispensable que, en este contexto y en este país, se integren jueces más comprometidos con la lógica de los derechos que con la de los poderes. No se trata de dos lógicas impermeables, pero sí distintas. La primera privilegia la autonomía de las personas sobre las potestades coactivas del Estado; la segunda invierte la ecuación y privilegia el orden sobre la igualdad y las libertades. Y si bien es cierto que un buen juez debe saber buscar los equilibrios, también lo es que los énfasis importan. El compromiso con los derechos humanos no supone ignorar los valores de la estabilidad o la seguridad jurídicas, pero sí implica buscar las soluciones y adoptar las decisiones que, como ordena la Constitución, favorezcan “en todo tiempo a las personas la protección más amplia”.
En otros espacios me he pronunciado a favor de que, en este momento, lleguen a la corte dos juristas mujeres. No se trata de una lógica de cuotas, sino de una cuestión de justicia. La sociedad mexicana está compuesta por hombres y mujeres y los órganos en los que se adoptan las decisiones colectivas deben reproducir esa diversidad. Pero a esta variable determinada por la naturaleza deben acompañarla las exigencias que he delineado y que provienen de la misión institucional que tendrían encomendada. Las exigencias de independencia y compromiso con los derechos no pueden ser desplazadas por la perspectiva de género. Lo que nuestra Corte necesita —en esta coyuntura precisa— son dos ministras autónomas, imparciales y liberales.
No podemos ignorar que a los dos ministros que reemplazarán han abanderado, con rigor y con talento, esas causas progresistas que están plasmadas en nuestra constitución y que se llaman derechos humanos. Ojalá no los extrañemos demasiado.