Manuel Zepeda Ramos
Iñárritu y Lubezki
Semidioses. Jóvenes semidioses. Hace pocos años todavía, educados en el DF; uno en la Ibero otro en el CUEC. Uno haciendo comerciales y conduciendo programas de radio antes de que Amores Perros —con el que dijo aquí estoy— hiciera su arribo; el otro, haciendo fotografía en filmes mexicanos exitosos y premiado con el Ariel mexicano.
Ahora son creadores que miran al mundo con serenidad. Con mirada de conquistadores.
Son mexicanos que le apostaron al otro lado, como todos los paisanos que van cotidianamente a ver que sale en el arriesgue.
La hicieron.
Y en el intento sufrieron. Varios años. Como cuestan las cosas buenas.
Antes, Emmanuel Lubezki, después de haber sido nominado dos veces para obtener la estatuilla dorada, la única, la que te quita el sueño y la vida: El Óscar; el Chivo, de apodo universal, ya lo ha ganado dos veces seguidas y con dos cineastas mexicanos: Cuarón —también del esfuerzo al otro lado y el arriesgue—, con Gravedad y ahora González Iñárritu, con Birdman. Guillermo del Toro, otro cineasta mexicano formado en el CUEC y que también arriesgó en su momento, forma la Troika mexicana de cineastas triunfadores en la Meca del cine americano, al lado de otros mexicanos especialistas en producción y sonido, que también han merecido el Óscar.
No es exagerado decir que México está de fiesta.
Triunfos en buena lid, siempre a contrapelo. Difíciles, pues. Pero triunfos de verdad. En todo lo alto del espacio sideral. Triunfo planetario. El pueblo lo celebra, necesitado de símbolos en quien depositar sus filias.
Es la misma sensación que tuvo España cuando Buñuel y Almodóvar ganaron El Óscar.
Es un reconocimiento nacional, unánime, del pueblo entero. Son héroes de verdad, como cuando se obtiene una competencia deportiva olímpica o profesional.
Estos aires de oxígeno limpio son siempre necesarios. Habrá de quedar por siempre impreso en el imaginario colectivo de generaciones mexicanas.
Podría decir que el triunfo de Alejandro González Iñárritu es el que más ruido ha hecho.
Conjuntó para sí tres estatuillas sobre su propia creación: Escribió el guión con otras personas, le dieron el Óscar; dirigió Birdman a partir del guión escrito, le dieron otro Óscar. Minutos después, en la aparatosa y parafernálica ceremonia de la entrega del premio más importante de la cinematografía del mundo, ganó el Óscar a la mejor película. Tres estatuillas para Alejandro González Iñárritu en una misma noche. Genial.
Nuestro país requiere de hombres sensibles que puedan y sepan opinar sobre temas nacionales con propiedad.
Hombres que posean credibilidad, prestigio, honestidad, liderazgo en su acción profesional, así como conocimiento y sentido común de las grandes causas nacionales. Hombres que su palabra dicha, sea palabra escuchada.
La dedicatoria que públicamente hizo González Iñárritu, con el Óscar en la mano, a los compatriotas que están hoy en los Estados Unidos, “a la generación de inmigrantes que están viviendo en este país, para que puedan ser tratados con el mismo respeto y dignidad que la gente que llegó antes. México tiene talento y esta noche ha quedado demostrado”, fue una dedicatoria que cimbró a la Casa Blanca y al Capitolio, sin falsas interpretaciones.
Así fue, porque en ese momento de atención planetaria, absoluta, de más de 100 millones de tele espectadores que habitan La Tierra y que presenciaban la entrega del premio más importante del cine, escucharon todas las palabras del cineasta mexicano y su real y humanitario reclamo, de parte de otro “indocumentado” mexicano que escogió otra ruta, quizá menos complicada pero más difícil por la cuesta que se puso enfrente, para conquistar el “sueño americano” de manera contundente e histórica.
Mejor emisario no podían haber tenido millones de méxicoamericanos que hoy viven momentos de angustia, preocupación y dolor ante la terrible amenaza que se cierne sobre sus cabezas y sus familias: tener que abandonar el nuevo estadio de vida conquistado a sangre y fuego con dolor a cuestas incluido, llevando únicamente como instrumento de acción solo su trabajo, el que ningún estadounidense quiere ni puede ejecutar por flojera o por lo difícil y humillante que pueda resultar, lo que significa una enorme aportación a una mejor vida cotidiana de los habitantes del país más poderoso de la tierra.
Esta discriminación a todo lo latino, demostrada con el asesinato del paisano michoacano Antonio Zambrano Montes hace pocos días a manos de policías americanos que lo fusilaron a quemarropa a la vista del mundo mediático, encuentra una gran fuerza contestataria en las palabras de González Iñárritu. Se convierte en una voz de gran apoyo, de enorme dignidad por quienes están sosteniendo, con su trabajo despreciado, la vida cotidiana de toda una Nación.
El grito de Alejandro González Iñárritu, con sus premios en la mano, llega oportunamente bien a quienes habrán de decidir leyes fundamentales para los migrantes en el futuro cercano; son los representantes cuyos antecesores alguna vez franquearon el paso a otras migraciones, conglomerados humanos llegados de muchas partes del mundo que son el sustento principal, como ahora los méxicoamericanos, de esa gran nación que es el pueblo norteamericano.
Iñárritu y Lubezki son ya mexicanos ilustres, a quienes admiramos y respetamos.