Gilberto Haaz Diez.-
De José Martí: La gratitud, como ciertas flores, no se da en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes. Camelot.
La historia de los pueblos es de los reconocimientos. Se debe tener memoria y agradecimiento. Pueblo agradecido es pueblo reconocido. Se debe aupar a los sitios de la gloria, a aquellos hombres y mujeres que han dado algo a Veracruz. Así ocurrió hace un par de días, cuando el gobernador Duarte entregó, vía el Congreso de los Diputados, la Medalla Adolfo Ruiz Cortines, un presidente que fue honesto, muy honrado, trucha para la política y medio Maquiavelo a la hora que decidía quién o quiénes iban a ser candidatos. El miércoles por la mañana, Javier contó anécdotas y contó cómo el Almirante Diplomado del Estado Mayor, Francisco Mariano Saynez Mendoza, paisano veracruzano, comandante en jefe de la Marina en el pasado, al lado del gobernador de Veracruz implementaron el programa Veracruz Seguro, que nos vino a dar una poca de calma, cuando la Marina patrulló nuestras calles y comenzaron a detener y abatir criminales, que se habían ensañado con los nuestros, en secuestros y crímenes y desapariciones. Nunca este país, por parafrasear a Churchill, vamos, nunca tantos debieron tanto a tan pocos. Veracruz fue otro desde ese tiempo. Aún no respiramos con tranquilidad total, pero mucho hemos progresado en esos días.
Dijo Saynez al recibir la Medalla: “Debo reconocer que ha sido una grata sorpresa el haber sido seleccionado por el Congreso del Estado para recibir la medalla al mérito Adolfo Ruiz Cortines, me siento muy honrado, pero también muy orgulloso por este reconocimiento que recibo a nombre de la Armada de México. Siempre tuve un apoyo del Mando Supremo, pero también de un gran equipo formado por almirantes, capitanes, oficiales, clases y marinería motivados por tradición de lealtad, coraje y espíritu de justicia”. Los veracruzanos se lo reconocemos Almirante. Y lo agradecemos.
LOS MÍTICOS CAFÉS
Cada ciudad tiene un histórico café. Las Parroquias, en Veracruz, el antiguo Armando’s, en la orizabeña calle Madero. Ahora proliferan las franquicias, Italian Coffe y otras, Starbucks, etc. Alguna vez platiqué de la historia de un ratoncito que apareció por el célebre Café de la Paix/Café de la Paz, el que está ubicado a unos pasos de la Opera de París. París lo es todo, uno puede deambular del tingo al tango y otear por dónde se pueda, se respira cultura y belleza, igual en sus edificios emblemáticos que en sus museos, como el Louvre. A los cafés y bebederos de una copa de vino les llaman brasseries, y la primera vez que visité esa ciudad pensé, en mi torpe imaginación, que eran tiendas donde vendían brasieres, ya saben ustedes lo que ocurre cuándo se llega por primera vez, despistado y encuencado.
En el Café de la Paz uno puede encontrarse actores y actrices. Yo quería ver a la Briggite Bardot, aunque estuviera ahora entrada en años, la misma criatura que De Gaulle pensaba que la cintura de BB era la primera industria de Francia. Un amigo, Carlos Lartigue, cuando leyó la odisea del ratón que se atravesó por el comedero de ese café, me envió un mapa y una ubicación de un hotel que se posa majestuoso en su contraesquina. En París, por otro rumbo y año, por el bulevar Saint Michelle, Gabriel García Márquez vio de acera a acera al afamado novelista Ernest Hemingway, a quien admiraba por el libro El viejo y el mar, y había ganado el Nobel de Literatura en 1954, el barbón daba autógrafos y el Gabo aún no pintaba para lo que era, vivía como indocumentado y hospedado en hoteles baratos, sin aire acondicionado. Lo vio y le gritó: “¡Maaaestro!”. “Adiós, amigo”, le respondió el maestro. Pocos imaginaban, en esa primavera de 1957, la del grito de acera a acera, que García Márquez se haría con el Nobel veinticinco años después.
Cada ciudad tiene su café. El Gijón de Madrid (1882), de Paseo de Recoletos 21, donde merodea la crema de la intelectualidad.
Toqué el tema de cafés, porque hace un tiempo anduve y andé por el Café Tortoni, en Buenos Aires, Argentina, el de la Avenida de Mayo 825, un Monumento Nacional, allí donde las arañas hacen su nido y solía ir Jorge Luis Borges, no el Borges de Fox, el que presumía: “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. El Tortoni es más viejo que Kamalucas, un filósofo de mi pueblo, 152 años en su haber. Bello y majestuoso. Uno entra y parecería que se penetra en otro mundo. Borges solía maravillar con su pensamiento. Carlos Gardel se tiró un ‘palomazo’ y alguna vez cantó un tango llorador. La poetisa Alfonsina Storni, subyugaba. Al fondo del café, donde hay unos viejos jugando dominó, que ya están muertos por la edad y cansancio pero ellos aún no lo saben, frente a ellos hay fijas tres figuras de estos personajes. Figuras vivientes. Homenaje a su fama y a su talento: Borges, Gardel y la Storni.
SARAMAGO (EL RECUERDO)
La foto es elocuente. Una máquina vieja de escribir retrata el vacío, oxidada por el tiempo, con la hoja en blanco y las gafas del escritor a un lado, lentes de carey de los cuadrados. Mesa desolada y cuarto vacío. Moría su dueño, el gran José Saramago, Premio Nobel de Literatura, a los 86 años, bien vividos, en la lucidez y quitando vendas en la ceguera que muchos cargamos. El mundo de las letras de luto. Saramago se extingue en Lanzarote, reza el diario El País de España. El portugués universal cerraba su máquina para siempre. Ya no habrá más relatos, ya no seremos cuentos de cuentos contando cuentos, nada. Ya no habrá más evangelios según Jesucristo, ni más Caín, ni Ensayos sobre la ceguera, ni habrá ultimátum como aquel legendario que le lanzó a Fidel Castro y su Revolución que se marchita y se niega a morir, en aquel “hasta aquí he llegado”, cuando el Nobel dio la espalda a ese régimen comunista que aísla, encarcela y liquida a sus disidentes, sobre todo a los escritores. Ya no habrá más Saramagos, ya no habrá más esperanzas en las letras. La galería de los Nobel recibe a uno de los suyos, a uno de los caídos por el tiempo, allí engrandecerán en ese panteón de leyendas todos ellos, el arte universal del saber relatar y escribir.
El periodista y escritor Juan Cruz, lo retrata: “paradójico, melancólico y sobrio, como un Quijote de Portugal que no se asombraba de nada porque ya vino del asombro. Todo se lo tomó con filosofía espartana, como si el honor o la gloria fueran pelusa en la chaqueta. Supo que había ganado el Nobel por una azafata de Frankfurt, cuando ya dejaba la Feria del Libro. Entonces se sintió solo, "a mi alrededor no había nada, nadie, nada, nadie, nada", y empezó a caminar sin rumbo, hasta que se encontró con su editora, Isabel de Polanco, a quien le dio la noticia. Ese abrazo de los dos, distintivo de la relación que mantuvieron, adquiere ahora el aroma triste de la melancolía, porque los dos protagonistas de esa hermosa escena están muertos”.
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