24 de Noviembre de 2024
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Diario de un reportero: Estuve en México. Esto fue lo que vi

 

 

Miguel Molina.-

Estuve en México. Estuve en Veracruz. Pasé casi un mes en Xalapa y en otras partes, hablé con amigos y con desconocidos, caminé a solas, me detuve una mañana en las escaleras de un café a ver pasar a la gente, viajé en autobuses del servicio urbano, los ojos se me llenaron de un país que yo pensaba lejano. Esto fue lo que vi.

Vi a la gente que iba y venía como si no pesaran sobre ella la angustia de la violencia y el fantasma de la corrupción. Paseaban por el parque si no llovía, tomaban café, iban al cine, miraban aparadores y tal vez sentían que la vida era como antes, aunque nada vuelve a ser como era antes.

Vi —es un decir— a los funcionarios: los adiviné en sus oficinas de puertas cerradas, tomando decisiones que afectan a todos menos a ellos, y los sentí pasar en caravanas de carros blindados y veloces, borrosos ellos y nosotros. Supe que estaban ahí porque los medios repetían sus palabras, aunque muchas veces no se detuvieran a pensar en lo que estaban diciendo. No quise ver la radio y la televisión que ya llega a Corea del Sur pero no toca el corazón de los veracruzanos...

Vi la tropa de periodistas que esperan quién sabe qué sentados en las escaleras de La Parroquia frente al parque Juárez, vi a los policías que impiden la entrada al Palacio de Gobierno, vi a los que no tienen y piden algo por el amor de un dios que parece haberlos olvidado, vi a los que no estaban interesados ni en los Juegos Centroamericanos ni en nada más ni menos.

Vi las marchas de quienes en verdad sienten que la desaparición de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa es una herida en el corazón de México, y vi las marchas de quienes destrozaban lo que se iban encontrando, tal vez en busca de que se derrame más sangre, y vi que muchos pensaban que era la misma cosa. Vi un pueblo profundamente dividido.

Vi, es verdad, a miles, a decenas de miles, tal vez a cientos de miles que gritaban su protesta y expresaban su desaliento ante la reacción de un gobierno que no supo —y al parecer no sabe— qué hacer ante la violencia más reciente ni puede explicar la corrupción crónica que sufre el país. Pero también vi que no estaban en las calles muchos de los cien millones de mexicanos.

Vi a muchos que eran mis amigos aunque no los hubiera visto antes. Entrevisté y me entrevistaron. Todos, tarde o temprano, terminaron por preguntarme qué pensaba sobre la situación de México. Y a todos, o a casi todos, les respondí con una pregunta: si cae el gobierno federal, ¿quién asumirá el poder?

Vi que mi respuesta, es decir mi pregunta, no era lo que esperaban. Y vi que tampoco esperaban ni habían pensado en mi siguiente pregunta, que a fin de cuentas era tres: ¿quién puede detener de golpe la violencia, quién puede acabar con la impunidad, quién va a impedir la corrupción?

Vi que sobre todo hay cada vez más intolerancia y menos voluntad de diálogo. Vi que el discurso —público y privado— se concentra en las diferencias en vez de buscar las coincidencias, y que en vez de un México común hay tantos Méxicos como grupos con ideas políticas o sin ellas, y pensé que no sabemos qué país queremos ni nos hemos puesto a pensar cómo construirlo aunque sepamos lo que no queremos.

Vi mis primeros versos de nuevo, gracias a la generosidad de amigos que me invitaron a visitar de nuevo a las musas de otro tiempo, y volví a ver las uñas del miedo en las historias de extorsión y secuestro que me contaron en varios pueblos. Vi mañanas de neblina de hace años y me mojó la lluvia de la noche.

Y cuando ya me iba, en un pasillo del aeropuerto de la Ciudad de México, vi a Felipe Calderón que oía sin escuchar el monólogo de su acompañante bajo el ojo alerta de su escolta, y lo seguí de la sala veinticuatro hasta la sala quince, y me regresé a esperar mi vuelo. Cuando salí, México seguía allí.