23 de Noviembre de 2024
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ACERTIJOS: LOS AMADOS PERROS

 

 

Gilberto Haaz Diez

*De Mark Twain: “Si recoges un perro hambriento de la calle y lo haces próspero, no te morderá; esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre”. Camelot

Quiero a los perros. No los detesto. Hoy es muy de moda querer a los perros. Tuve dos que convivieron por años conmigo, hasta que la muerte se los llevó, no hace mucho. Un Bóxer, que cuidaba a los niños pequeños y era juguetón, y un Inglés, cara de mascota a la Yogui Berra. Ambos dos (Fox dice) murieron casi uno tras otro, en carrerita, una era hembra, la inglesa, y el otro macho, el campirano Bóxer. Jamás se cruzaron. Se acompañaban y los domingos les llevaba a comer un pollo no de Kentucky, del coronel Sanders y su receta secreta, pollo frito de los que venden en las colonias. Se daban buen banquete y me esperaban como hacen todos los perros cuando notan que llega quien los consiente, moviendo la colita. Cuando murieron entristecieron la casa. Creo que hasta una lágrima solté. Hace un tiempo platiqué una historia de un perro en el semanario Centinela, el perrito se llamaba la Jerga, llegó cuando se construía la Plaza Valle en Orizaba. Era callejero por derecho propio, como canta Alberto Cortés. Se quedó primero con los albañiles, luego, al construirse esa bella plaza se quedó a vivir entre los peligros de los autos y los polis le daban de comer y la clientela lo apapachaba. La voz se corrió y comenzaron a llegarle desde sus camitas para pernoctar y alimentos, que manos amigas les donaban. Vivía feliz y se convertía en leyenda, como aquel perro japonés llamado Hachiko, de la película Siempre a tu lado, donde Richard Gere muere y el perro acompañante, en su lealtad y fidelidad lo espera en la estación del tren, adonde nunca regresaría. Allí quedó hasta morir. Un día a Jerga, el de Plaza Valle, lo mató una conductora despistada. Juguetón como era, se cruzaba entre los autos, y una de ellas lo atropelló. Despiadada mujer. El mundo de esa plaza no volvió a ser igual. A los perros les han escrito bardos y poetas. Pero hay uno que los ama, el gran escritor español, Manuel Vicent. Comparto un texto suyo. Se llama Linda.

LINDA

“Bajo un siroco de fuego, que nos ha visitado al final de agosto, ha muerto mi perra Linda, una cocker americana. Era pequeña, chata, muy rubia, con el flequillo sobre los ojos y debido a la gran clase que llevaba encima no necesitaba hacer ninguna gracia especial para sentirse reina. Es lo que pasa con la belleza humana o animal. Si se basta a sí misma no hay que añadirle nada y en el caso de Linda se notaba que había nacido solo para ser admirada y lo sabía, pero tenía una cualidad que no he visto que posea perro de ninguna raza. Linda sabía sonreír. Podría contar mi biografía íntima con detalle según los coches y los perros que han pasado por mi vida. En aquel Seat 600, color tostado, me sorprendió la guardia civil abrazado a una novia; en el Austin rojo recorrí por primera vez Italia desde Venecia a Palermo; en el Morris verde llevaba a los niños al colegio; el Volvo me salvó la vida al dejarme posado en un viñedo después de sobrevolar un barranco. Algunos hechos fundamentales no pueden ser descritos sin recordar una marca de coche, pero los perros que han compartido tu existencia expresan estados de ánimo, angustias, sentimientos, pasiones y sueños imposibles del pasado. Aquel perro sin nombre, que murió aplastado por un camión, estará para siempre unido a mis primeras lágrimas de niño. Las pulsiones de la libertad en plena adolescencia las llevo asociadas al Chevalier, que nadaba conmigo en albercas furtivas entre los naranjos y perseguía a las ranas fuera del agua. La llegada de la democracia a España no podría contarla sin recordar la elegancia de Lara, una perra nacida en Kensington, el único ser del entorno que en la noche del 23-F ni siquiera se molestó en mover el rabo, puesto que llevaba la independencia en el código genético. Luego vino la anarquista Nela, que ladraba a las flores nuevas y lamía los pies de los mendigos. Toby, el chucho recogido de la calle me enseñó, más que Horacio, a vivir cada día en el límite del placer. A Linda le bastaba con subirse al sofá, mirar alrededor a través de su flequillo y reclamar solo un poco de admiración. Era educada, no molestaba a nadie, nunca protestaba por nada y si recibía un elogio desmesurado, sonreía. Este verano de 2010 siempre será aquel en que murió Linda, la rubia, bajo un siroco de fuego”.

LOS LADRIDOS

Cuento esto de los perros, porque hay uno de vecino muy llorón, en las mañanas interrumpe mis sueños, muy de madrugada, como a las siete de la mañana. Le he hecho al Ampudia que todos llevamos dentro y salgo a la terraza para indagar de dónde demonios viene el chillido, y los ladridos, y a qué vecino pertenece para enviarle a los defensores de Perros, a que ponga orden: o suelta al perrito que debe tener amarrado, o lo apapacha y le da de comer, porque debe tener hambre. Joel, que labora en mi casa y a veces le hace de investigador, busca esos ladridos muy temprano. Llevamos dos días y aún no lo detectamos. Mi GPS no da para mucho, llamaré a Karina, que los olfatea, para que venga por él y se lo lleve a comer y le diga al dueño o dueña que, o lo cuida o lo entrega a una perrera. Me ocurre lo que le ocurrió al personaje del libro de J.J. Armas, Réquiem habanero por Fidel, que narró algo similar. Va:

“Hace días que el perro del vecino no deja de llorar. Como si a cada momento doblara a muerto. Una vez le pregunté al hombre por qué lloraba tanto su perro y me dijo que no era perro sino perra, que no lloraba, que cantaba.

—¿Y cómo se llama?—, le dije, por salir del paso, por preguntarle algo cómodo.

—¿Y cómo va a ser? Como la soprano más bella del mundo. María Callas.

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