Rubén Pabello Rojas
La fortaleza de un país la hacen sus habitantes, la comunidad humana que en ella vive, su gente, la que con su trabajo productivo lo engrandece día a día. No se conoce otra forma de lograr que un país sea suficiente y consiga uno de los mayores deseos a que un pueblo puede aspirar: el bienestar común.
Algunos teóricos de la sociología, pero principalmente estudiosos del Derecho, han bordado acerca de la Felicidad como uno de los propósitos teleológicos de la Ley. No la felicidad individual, sino la Felicidad Social, como finalidad del orden jurídico.
El trabajo de un conglomerado humano, regido por un Estado, teóricamente conduciría a lograr ese desiderátum. Muchos pueblos en la tierra logran a base de seguir, con observancia irrenunciable, acercarse a conseguir este propósito siguiendo los ordenamientos que el propio Estado se ha impuesto.
Si bien el trabajo productivo y cotidiano sumado de todos los individuos de un país es factor fundamental para hacer progresar a una sociedad, no es menos importante e insustituible que a ese esfuerzo ciudadano corresponda un gobierno que esté en absoluta sincronía con ese esfuerzo comunitario.
Si por el contrario no se dan estos principios fundamentales, si el pueblo no es suficientemente productivo, entendiendo el concepto en su máxima expresión; si el gobierno es débil, desentendido, tolerante y no asume su alta encomienda, los resultados serán funestos y paulatinamente se aproximará a su desaparición, es el estado fallido que surge cuando las principales constantes que lo constituyen se deterioran y se extinguen.
México atraviesa un momento crítico en estos momentos. Lo que ocurre no es sino el resultado, la consecuencia, de muchas décadas de desatención, de aflojamiento de todos los elementos que consiguen hacer realidad aquella vía idónea para la elevación y el progreso, para lograrla, pero ¡ojo!, no solo en el discurso y en el buen deseo que nunca se materializa.
El país camina actualmente dando lastimosos tumbos y es inaudito que desde la más alta jerarquía del gobierno se hable de debilidad institucional en ciertos niveles de gobierno. La alusión a la tarea ineficiente de algunos gobernadores y de gran cantidad de munícipes, habla de que las cosas han llegado a espacios de grave preocupación por no decir de alarma en el sector gubernamental.
Los últimos acontecimientos, hilvanados, son dignos de una obra imaginaria concebida por una mente trastornada que crea una novela de un nuevo género literario: “El terrorismo criminal organizado”, donde malos ciudadanos secundados por cuerpos de seguridad, generalmente municipal, con la suma indolente de los gobiernos estatales, son capaces de poner a todo un pueblo pacífico en situación de angustioso temor, miedo lindante con la paranoia social, por exagerado que parezca.
Guerrero, Iguala, y el bochornoso espectáculo irreverente del jaloneo político frente a la tragedia. El gobernador Ángel Aguirre, en la desvergüenza completa; el neo-líder del PRD, Carlos Navarrete, hablando tonterías que después intenta corregir; el presidente Enrique Peña Nieto, señalando fallas medulares de un sistema político sumamente agostado, declara que “es intolerable, nexos entre gobiernos y hampa”.
La sociedad mexicana harta de censuras y condenas entiende que lo que es intolerable es no aplicar la ley. Eso es lo intolerable. El procurador Jesús Murillo argumenta tímido lo que nadie cree, polemiza estérilmente con el gobernador Aguirre. Otros actores del drama también intervienen en un caldo nauseabundo de declaraciones y posturas inaceptables, que hacen más dramático el momento.
El país está saturado de declaraciones vacuas como que los hechos tan inaceptables son: “casos aislados; se llegará hasta las últimas consecuencias; todo está regido por la transparencia”. Fraseo que no convence frente a la evidencia de los lamentables hechos. Se oye por la radio y la televisión un anuncio machacón de promesas cumplidas. El ciudadano común pregunta ¿y la seguridad, a’pa?
Mientras siguen apareciendo más fosas clandestinas, más cadáveres y más declaraciones frente a la desesperación de familiares y la creciente indignación nacional que no termina de deplorar hasta dónde ha llegado el deterioro.
Las actuales condiciones sacuden al país, lo que debe mover a un gran autorescate de la fuerza nacional. Se recuerda cuando en la antigua Hispania el último rey visigodo, Don Rodrigo, pierde su debilitado imperio en Guadalete, frente al Islam. Hecho celebrado histriónicamente con aquella burlesca conseja popular: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”.
¡Que no se permita que México pierda su Fuerza Nacional! ¡La poderosa fuerza de su gente!