Por Sergio González Levet
El escribidor despertó muy temprano, como lo hace cada vez más a menudo, sobre todo los domingos y días de asueto y/o de guardar. Vaya, algo así como las 7:00 de la mañana de un Día del Señor, en el que está seguro que la mayoría de la gente sigue dando rienda suelta a su capacidad de descansar, de dormir y hasta de soñar (se ¿consuela? con la leyenda que pende y desafía en el frente de la piyama de su pareja: “Duerme menos y sueña más”, obviamente escrita en inglés).
Como todos esos domingos madrugadores, empieza a tratar de perder el tiempo con el recurso inútil de hacer con la mayor lentitud el ritual que repite cada mañana: abrir los ojos, desperezarse, estirar brazos y piernas, salir de la cama, ir al baño, preparar el sagrado café para echar a andar el organismo, revisar la prensa en internet, revisar la prensa impresa, leer, enterarse, saber.
Y todo para que terminado el ritual aún no sean las 8 de la mañana y continúe siendo muy temprano para tratar de entrarle a la vida, mientras muchos afortunados todavía tienen para largo entre las sábanos y las ensoñaciones (lee por ahí que dormir una hora más de lo acostumbrado ¡sirve hasta para bajar peso! No se vale).
Y de pronto empieza a sonar: huuu, huuu, huuu. Está viendo precisamente el reloj de la computadora y marca las 7:46.
Es la alarma de la casa de un bendito señor, por el rumbo de los pretendidamente exclusivos fraccionamientos de Montemagno en Xalapa. Quiso este imprudente vecino asegurar de algún modo su casa, y solamente se le ocurrió poner una ruidosa alarma, que sonaría cuando alguien intentara abrir alguna puerta o ventana.
Pero a lo que se ve, sólo compró un artefacto corriente y llamó a un maistro para que lo mal instalara, lo que el otro hizo con toda la pericia de su dejadez. Nada de conectarla a los servicios de seguridad pública, nada de contratar una agencia privada para que patrullas y agentes llegaran de inmediato a atrapar al ladrón, pero sobre todo a apagar el mortal aparato.
Sólo puso en su casa la alarma, y ésta empieza a sonar sin razón: su ulular resuena imponente, invicto, imperdible. Eriza la piel con su persistencia infinita, con la fuerza inmortal de sus decibeles, que entran a todos los rincones, que triunfan sobre la almohada en la oreja, sobre la música ambiental, sobre los audífonos.
Y se mantiene así durante minutos… pasan horas. Para no hacerla cansada al lector, dejó de sonar a las 11:16 de ese bendito domingo en el que concluye exitosamente el Hay Festival, la gente va a misa, las familias comen juntas y los vecinos de esa zona están locos por el ruido, que cada tres minutos durante esas horas interminables se apagaba unos segundos, sólo para desesperar a la esperanza.
Los servicios de atención telefónica estuvieron recibiendo toda la mañana quejas por aquel ruido, pero nadie pudo hacer nada porque la casa estaba cerrada a piedra y lodo, mientras su propietario y su familia disfrutaban en la playa.
¡Qué tiernos!
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