Pudieron ser dos horas, pero terminaron por ser ocho. “Vas a salir de ahí mentando madres”, me advirtió alguien que frecuenta los juzgados civiles del tribunal de la Ciudad. Pero cuando pude salir, ya había pasado el estado de enojo: sentía como si me hubieran quitado las ganas de vivir.
Porque esa es la sensación que generan las oficinas del Poder Judicial local, donde al cabo de un rato uno se siente en un laberinto kafkiano donde nada tiene sentido.
Cuando me permitieron salir, después de retenerme sin poder siquiera comer —porque “si sales ya no entras”—, sin poder ir al baño —porque no se puede interrumpir la audiencia y ¡porque no hay papel! (vaya metáfora de la decadencia institucional)— sólo pensaba: ¿De qué sirve todo esto?
En ningún momento puedes realmente explicar tu posición o escuchar al otro. Si llegas hasta ahí por estar inmerso en algún tipo de conflicto, difícilmente se va a resolver. Nada que surja de ese sitio se antoja mínimamente reparador. A lo sumo se trata de que uno “se chingue” al otro, casi siempre el fuerte al débil.
En este caso, el fuerte es un grupo empresarial que me demanda por “daño moral”: tres empresas pertenecientes a un corporativo mediático, representadas por un abogado que, lejos de mostrar alguna convicción real —por lo que sea—, simplemente sigue un procedimiento. ¿Su “solución final”? Despojarme de 15 millones que no tengo.
Los que me demandan no se tomaron la molestia de acudir, pero tú —el periodista demandado— por supuesto que debes estar, perder todo un día, someterte a un interrogatorio capcioso diseñado para equivocarte. En la prueba confesional solo puedes responder sí o no.
En lugar de emplear instrumentos tecnológicos propios del siglo XXI, debes dictarle a una funcionaria que hace su mejor esfuerzo por transcribir unas frases que tienes que pronunciar lentamente. El procedimiento es anacrónico y absurdamente lento. Es como si en esos juzgados el tiempo no fuese más que una entidad abstracta, en lugar de vida humana.
Casi todos están de malas. Al poco tiempo lo entiendes: ¿cómo sentir gusto por un trabajo en esas condiciones? En un espacio acalorado y donde falta el aire, la jueza apenas te mira a los ojos. O no le interesa tu existencia ni tiene tiempo de pensar en ella. Eres un número más de esa tonelada de expedientes que debe atender antes de que se le acumulen más.
Semanas antes de la audiencia, la jueza había aceptado un aberrante peritaje psicológico que solicitaron las empresas que me demandan para determinar, básicamente, si soy capaz de ejercer el periodismo. Un peritaje similar, que duró 25 horas, le fue impuesto años atrás a Sergio Aguayo por un juez del mismo tribunal. Por fortuna, esta vez un juez federal me concedió un amparo.
¿Por qué la jueza que lleva mi caso habrá aceptado una pericial a tal punto invasiva, estigmatizante y absurda?, me preguntaba antes de llegar a la audiencia. ¿Será a pedido de Rafael Guerra —el presidente del Tribunal que da línea a los jueces supuestamente autónomos— para incrementar el hostigamiento judicial en mi contra?
Así lo imaginaba, pero esa tarde, mientras observaba a la juzgadora atrapada en una montaña de papel, de pronto pensé: quizás no tuvo siquiera el tiempo suficiente para reflexionar. Quizás ella —al igual que yo— es una víctima más de este mismo sistema.